Ella estaba recostada en su cama con los ojos cerrados, |
y con sus gráciles manos recorría lentamente todo su cuerpo, |
apretando y arrugando la seda de su camisón violeta, |
que poco a poco iba descubriendo esos pechos, |
tan apetecibles como sus carnosos labios color rubí. |
La luna, desde la ventana, |
bañaba caprichosamente su blanca piel |
y en la oscuridad de la noche, |
transformaba las contorsiones de ese agitado cuerpo |
en un mágico y maravilloso juego de luces y sombras. |
Mi corazón no hacía más que latir como un caballo desbocado, |
y sin entender lo que me pasaba, |
la necesidad de mirar se volvió imperiosa. |
Comencé a desearla, |
cuando la vi jugar con su sexo ardiente y mojado... |
Abrió sus piernas y sus jugos brillaron como finos ríos de plata |
ante el resplandor de la luna, |
ríos que iban a morir a un mar que yo imaginaba dulce y tormentoso |
agitado por las olas de sus dedos que se hundían en él |
inquietos y desesperados, |
como buscando un tesoro perdido. |
Y el tesoro fue encontrado. |
Lo supe cuando la escuché gemir y jadear y retorcerse |
con la desesperación de un condenado a muerte, |
mientras sus entrañas se aferraban con espasmos |
a ese improvisado barco que ella hizo naufragar en sus profundidades, |
socavando los confines de su ser. |
Y después de la tormenta, llega la calma. |
Las olas se aquietan y devuelven los despojos a la playa. |
Se dejó volar unos segundos, exhalando un largo y suave suspiro |
de placer y con la satisfacción dibujada en sus ojos. |
Un lugar donde guardar y hablar de las cosas que me gustan. Un lugar en el que cualquier romantico es bien recibido